martes, 13 de marzo de 2007

Aromas que no volverán ...

Sin saber el cómo ni el porqué, quizás, sin tan siquiera quererlo, nació. Su abuelo fue el primero que le vio. Ya de niño, se decía a si mismo muchas veces, con un ligero orgullo, que su abuelo había sido el primero en verle, en tenerle entre sus manos. Creo que aborrecía y amaba a su abuelo por ello. Fué un parto prematuro y difícil, pero cuando el abuelo golpeó con su mano su cuerpo y comenzó a vivir, todo el quirófano se llenó de una extraña satisfacción. Una satisfacción que corría por los rincones, para luego, introducirse en el cuerpo de los que allí se encontraban.

Algo más de diez años más tarde, mientras una noche dormía en casa de su vecina, deseándola como desean los niños, con un deseo irreal, deseando, pero sin saber exactamente el qué. Su abuelo murió. Por la mañana, al llegar a casa, encontró a su padre en la cocina:
- El abuelo murió ayer, sobre las nueve de la noche.
- ¿Sí? - No fue capaz de decir más.
Se quedó como helado unos segundos y luego llegó a su cuarto. Se imaginaba a si mismo besando y jugando con el sexo, todavía infantil, de su vecina, mientras en una vieja cama de cuaquier hospital, su abuelo del alma, moría. LLegó a a odiarse por haber actuado así.

Juró que jamás se olvidaría de él. Se prometió pensar en su abuelo todos los días. Lo imaginaba en el sillón de su casa, pidiéndole una cerveza y dos rebanadas de pan con queso. Los primeros días no se lo quitaba de la mente. Luego, dejó pasar sin querer un día, más tarde fueron semanas y es seguro que incluso meses. Su recuerdo es ahora difuso como la niebla.

Cuando le dieron la noticia no lloró. No entendía lo que era la muerte. Si, el abuelo está muerto, pero mañana volverá a roncar la siesta, medio tumbado en su sillón. Se repetía eso en su cabeza como el eco en las montañas. A la tarde, por la inercia de ver a los demás, lloró. Fue incapaz de contener el llanto, un llanto agudo, profundo y silencioso, que se formaba en su interior y en su interior se expandía, llenando su cuerpo, su alma, sin que se escapase ni el más mínimo sollozo fuera de su ser. Dejó de llorar y notó que la angustia salía poco a poco. Salía por todos los poros de su piel, pero despacio, tan lentamente como cuando pasa el tiempo en momentos de amargura.

Los niños controlan sus llantos. Pueden comenzar y parar de llorar tan rápido, como un rayo surge del suelo para llegar a las nubes. No les importa llorar en presencia de nadie. Los adultos sólo lloran cuando están solos, y en ese momento, en ese instante en que el llanto se ha apoderado de todo su ser, de sus entrañas, vuelven a ser niños de nuevo, se avergüenzan, y el llanto y la angustia salen a borbotones como el caudal de una cascada, hasta que por fín, una paz interior les libera parte de la tensión y llega una incierta calma. Pienso que sería bueno llorar todos los días.

El abuelo murió, y aunque no piense en él todos los días como en un principio se prometió, en su memoria siempre estará sentado en su sillón, pidiéndole una cerveza y dos rebanadas de pan con queso, y quizás, ronque la siesta medio tumbado en su sillón.

A mi abuelo. Isle of Eigg (Scotland). Junio 1.988.

1 comentario:

Anónimo dijo...

... Y con la lectura de texto tan bello y tan cargado de dolor y de ternura, y viendo hoy, algo supuesto en su momento pero ya olvidado, y que tanta culpa nos carga sobre las espaldas: "la terrible soledad del protagonista", su padre llora en este día por la muerte del padre y por el tiempo vivido en la ignorancia de ese corazón infantil...
...Hay tiempo para rehacer el camino...