domingo, 6 de mayo de 2007

Mísero enfermo drogadicto ...

No soy un mísero enfermo drogadicto.

Mi abuelo, un fanfarrón y un buenazo, era un tipo con suerte. Su suerte era su tranquilidad, su suma tranquilidad, pose impertérrita en toda su larga y dichosa vida. Mi madrina también tuvo suerte. Era muy sensible. Lloraba mucho. Lloraba con los problemas de los demás. Ella pocos tuvo, claro, ya que esa sensibilidad le hacía, a la par, reír con todas las dichas de sus congéneres, y eso hace feliz, siempre que uno no se empeñe en empañarlo todo de envidia.

Mucha gente tiene suerte. Los hay que disfrutan de su felicidad innata para recrearse en su tiempo libre, los hay que poseen un don para relajarse y aprovechar los minutos de que consta una vida. Los hay que, responsablemente, saben tomarse un respiro ante semejante reto diario, para complacerse, para poder complacer a los demás, con más fuerzas aún, si cabe, tras el descanso. Hay gente que tiene la suerte de poder concentrarse en uno mismo durante un tiempo, ensimismarse, aprender de los propios errores. O de poder usar esa concentración para ser creativo, obrar bien, mejorar, o cualquier otro menester para el que se nos ha dado tan preciado regalo como es el cerebro. Hay gente que tiene la suerte de ser capaz de aprender, necios aparte. Aprender durante toda su vida todo lo que se les ponga por delante. Los tontos no tienen esa suerte.

Como los tontos, hay mucha gente que no tiene tanta suerte, a saber: los intranquilos, los insensibles, los estresados, los aburridos, los faltos de imaginación o de interés... Muchos a los que atiborrarían de pastillas cualquier medicastro por no tener, como mi abuelo, la suerte de estar tranquilos.

Mucha gente se encuentra mal por no poder llorar ante problemas que se les presentas acuciantes. Pastillas. O reír. Pastillas. A veces uno se encuentra mal si se obsesiona con sus propias obligaciones y llega al punto de no saber ni buscar ni usar los minutos con los que disfrutar de la vida. Más pastillas. No todo el mundo tiene la capacidad de relajarse y dedicarse tiempo a sí mismo para aprender, para conocerse, para evolucionar, para entender lo que nos rodea, para así poder ayudar a los demás. A todos ellos, pastillas.

-Pero. por favor, que no le vea yo sembrar unas hierbas que yo me sé, que luego se me las fuma, dice usted, porque yo estoy seguro de que las vende o, lo que es peor, se las regala a los niños a la salida del colegio para convertirlos en lo que es usted: un mísero enfermo drogadicto.

-Vamos a ver. Si no tengo tanta suerte como para ser Don Perfecto y estoy enfermo de algo, de lo que sea, no me pise. Eso por lo menos.

Mi tía también tiene suerte. No necesita ni pastillas, ni porros, ni ná. Se enchufa el culebrón de la sobremesa y se pega unas hartadas a llorar que pa´qué. Y ya está, suavecita toda la tarde.

Como suerte tiene su marido. Está jubilado y pesca. Se va a un acantilado, más sólo que la luna, tira la caña y se enciende un cigarrillo de pota, que se cultiva él mismo junto a los tomates. Éste no toma pastillas, pero fuma para estar tranquilo. Supongo que a ojos de la misma ley sería mi tío también un mísero enfermo drogadicto. Un día me fumé un cigarro de eso que tiene mi tío. Me mareé como con mi primer cigarrillo rubio.

Hace años, en mi pubertad, supe de la existencia de las drogas. Fue algo casual. Ahora sería más fácil, ya que hacen publicidad hasta por la televisión. Mi primer porro fue como el primer cigarrillo rubio o como el cigarro de pota de mi tío. Me mareé.

Con el hábito me di cuenta de que era como cualquier otra sustancia ajena al régimen alimentario introducible en un ser humano, es decir, clasificable según su posología: se denominan medicinas, drogas o venenos dependiendo de la cantidad. El término medicina se aplica a aquella cantidad de sustancia que es capaz de reportarle un bien a una persona que se encuentra mal, que sería el caso de la pastilla administrada por el curandero. El de droga, a aquella cantidad que es capaz de cambiar el estado de ánimo y la voluntad de la gente, que sería el de la misma pastilla administrada reiteradamente por uno mismo y sin recomendación médica, haciendo uso abusivo de ella aun cuando no es necesaria. Y veneno, al bote entero de pastillas cuando uno quiere suicidarse, o unas pastillas en mal estado, que son capaces de quitarte la vida.

Si viene la policía a mi casa con una orden de registro a requisar mis plantas de marihuana, no tendré más remedio que alegar ante el juez que soy un mísero enfermo drogadicto. Tendré entonces que pagar una sanción administrativa o pasar un programa de desintoxicación durante unos años. Pero el juez no me habrá entendido. Yo estoy enfermo, como muchos, pero mi miseria no es ser un drogadicto. Yo me automedico con aquello que mi cuerpo dicta que le sienta bien cuando necesito reír, o llorar, o relajarme para poder concentrarme en algo mío, personal, o en los demás. Porque necesito descansar, por el placer de descansar, por el placer de tener energías para poder aprender y entender lo que me rodea. Ésa es mi única miseria. No acudir a un galeno para que me administre pastillas para mi depresión, o para mis nervios, o para mi baja energía, o para concentrarme.

Pongamos por caso que soy un tipo nervioso. Si me quedo tal cual, dice el médico que el corazón lo notará con los años. Dice que debería relajarme, quizá tomando algo.

Si tomo las medicinas de las multinacionales, malo.

Si compro a los narcotraficantes, malo.

Si un amigo se encuentra mal, tengo medicina y se la doy, soy narcotraficante.

Si siembro plantas para fumarlas o hacerme una infusión, soy un mísero enfermo drogadicto.

Sobre esto último, quisiera aclararle una cosa al Sr. Juez. Se fuman solamente las flores secas, de sólo según qué hembras, de sólo algunos tipos determinados de Cannabis. Estas flores tardan meses en aparecer tras plantar las plantas. No se conoce el sexo de la planta ni su capacidad de floración hasta que es adulta. Muchas veces, las plantas se mueren antes de que florezcan. Algunas incluso antes de llegar a adultas. Todo ello conduce a tener que criar a veces media docena de semillas, o más, para tener una o dos hembras capaces de florecer. Ese par de plantas, si uno no es muy ducho en la materia, producen lo que algunas personas llegan a fumar en un mes, por lo que tener lo suficiente para abastecerse es tarea prácticamente imposible en una vivienda de la ciudad.

De eso puede fácilmente desprenderse que vender la propia cosecha a terceros para su disfrute es algo fuera de toda lógica. Mucho menos aún que alguien pretenda que tales cosas se regalen a los niños.

-Sí, su señoría, estoy enfermo, pero no tengo cura. En realidad es que soy así, algo nervioso. Y los porros me relajan, su Señoría. O me sanciona y acudo a las pastillas o me deja usted en paz, su Señoría.

Gabriel Tobar.
Artículo de la revista CÁÑAMO, nº 47 Noviembre 2001.

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